Vivir una vida casta no es fácil; no sólo para los célibes, sino para todo el mundo. Aun cuando mantengamos nuestras acciones en regla, aun así resulta difícil vivir con un corazón casto, con una actitud casta y con fantasías castas. La pureza de corazón y de intención se nos hace muy difícil. ¿Por qué? La castidad es difícil porque somos, en alto grado, incurablemente sexuales en cada poro de nuestro ser. Y esto no es algo malo. Es don de Dios. Lejos de ser algo sucio y contrario a nuestra vida espiritual, la sexualidad es un gran don de Dios, fuego santo de Dios en nosotros. Y así el vivo deseo de consumación sexual es un colorido consciente y
rudimentario que está a la base de la mayoría de las acciones de nuestra vida.
Y por eso es difícil también orar pidiendo el don de la castidad, porque, al pedirlo, aparentemente es como si pidiéramos que el anhelo y la energía sexuales disminuyan en nosotros o que lleguen a desaparecer totalmente. ¿Y quién quiere vivir una vida asexuada o castrada? Nadie sano y en sus cabales quiere tal cosa. Así pues, si estás sano y en tus cabales, te resulta difícil orar de corazón pidiendo la castidad, ya que en el fondo nadie quiere ser asexuado.
Pero en realidad el problema no está en la castidad, sino en nuestro modo de entenderla. Ser casto no significa que nos convirtamos en asexuales (aunque la espiritualidad se ha esforzado siempre por rechazar esa equiparación). En la castidad no se trata de negar nuestra sexualidad, sino de canalizarla propiamente. Ser casto es ser puro de corazón. Esa es la noción bíblica de castidad. Jesús no nos propone que pidamos la castidad; nos orienta a que pidamos la “pureza de corazón”. Bienaventurados los “puros de corazón, porque verán a Dios”. Ellos canalizan también correctamente su sexualidad.
¿Qué es, pues, o en qué consiste la pureza de corazón? Ser puro de corazón es relacionarse de tal manera con los otros y con el mundo que se respete y honre la dignidad total, la valía y el destino de cada persona y de cada cosa. Ser puro de corazón es ver a los demás como Dios los ve. La pureza de corazón nos llevará a amar a los otros teniendo siempre en la mente su propio bien. Karl Rahner comenta que somos “limpios de corazón” cuando vemos a los otros enmarcados en un horizonte infinito, es decir, dentro de una visión que percibe individualmente la dignidad de los otros, su vida, sus sueños y su sexualidad dentro del horizonte mayor de todos, el Plan de Dios. Pureza de corazón es pureza de intención y respeto total en el amor.
Cuando entendemos la castidad de esta manera nos resulta más fácil pedirla en oración. Entendiéndola de esta manera no estamos pidiendo que se amortigüen nuestras energías sexuales. Estamos pidiendo, más bien, permanecer totalmente ardientes, pero teniendo nuestras energías, intenciones y fantasías sexuales debidamente canalizadas. Estamos pidiendo también un tipo de madurez, humana y sexual, que respete totalmente a los demás. Esencialmente estamos pidiendo un respeto más profundo, una madurez más cabal y un amor más vigorizante y mejor transmisor de vida.
Y ésta es una oración muy necesaria en nuestra vida, porque la sexualidad es tan fuerte que, hasta en el contexto de una relación matrimonial, la sexualidad puede tener todavía una intencionalidad no lo suficientemente amplia. Charles Taylor, en su libro “Una Edad Secular”,expresa su punto de vista diciendo que el sexo pierde con demasiada facilidad el amplio horizonte y se vuelve demasiado estrecho en su enfoque. Éste es un punto que con frecuencia falta en nuestra comprensión del sexo: No intento ser condescendiente con nuestros antepasados, porque pienso que hay involucrada una tensión real al tratar de combinar en una vida sexual la satisfacción plena y la piedad. Éste es de hecho sólo uno de los puntos en los que una tensión más amplia se deja sentir entre el saberse realizado humanamente, en general, y la dedicación a Dios. Que esta tensión habría de ser especialmente evidente en el terreno sexual es fácilmente comprensible. La intensa y profunda realización sexual nos hace fijarnos fuertemente en el intercambio amoroso dentro de la pareja o del matrimonio; esto nos atrae y ata fuertemente, de modo posesivo, a lo compartido en la intimidad. (…) No es por nada que los monjes y ermitaños de la iglesia primitiva percibieran la renuncia sexual como un abrir el camino hacia el amor más amplio de Dios… [Y] que haya una tensión entre realización plena y piedad no debería sorprendernos en un mundo distorsionado por el pecado, que se encuentra separado y alejado de Dios. Pero tenemos que evitar convertir esto en una incompatibilidad constitutiva”. Por desgracia eso es lo que siempre, tanto el mundo secular como la espiritualidad cristiana (sin una comprensión correcta de la castidad) se esfuerzan por no hacer.
Dado el poder de la sexualidad en nosotros, y dada la fuerza de nuestros impulsos y anhelos humanos en general, no es fácil vivir una vida casta. Es aún más difícil, y raro, tener un espíritu casto, un corazón casto, ensueños y fantasías castas e intenciones castas. Nuestros corazones quieren lo que quieren, y nos presionan para que no tengamos en cuenta las consecuencias. Fácilmente podemos sentir una cierta repugnancia a orar pidiendo la castidad. Pero eso se debe, en gran parte, a que no entendemos correctamente la castidad: Que no es una insensibilización del corazón, un desnudarnos de nuestra sexualidad, sino una madurez más profunda que deja que nuestras energías sexuales fluyan de una manera más comunicadora de vida.
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